Pocas veces tenemos la oportunidad de ver nuestra realidad en una secuencia fílmica que pareciera haber sido hilada durante siglos, como un verdadero sueño de viajeros flotando en el espejo del tiempo. Sobre todo hoy, que la existencia sucede tan deprisa y que muchos incluso quisieran omitir que sólo los más afortunados llegarán a viejos, porque el ser anciano significa, a fin de cuentas, torcerle la mano a la vida, haber llegado lejos.
Si pudiéramos definir en qué podemos fundar el impacto que nos provoca este documental, dirigido por Catalina Vergara y Cristián Soto, el sentido común aporta una brutal respuesta: en su verdad. Y la verdad de las imágenes se halla en su simpleza y transparencia.
La nuestra es una cultura saturada de información, pero a la vez indolente y olvidadiza. "La última estación" pide más que un instante de perplejidad seguido de un olvido, porque la trama no habla de personajes, nos cuenta historias reales, como la del locutor de radio que descifra el código secreto de la naturaleza registrándolo en su caja de silencios o un singular jardinero que barre primaveras pasadas, con la serenidad de quien no tiene quien lo espere.
A pesar de la multiplicidad de significados que podría darse a la palabra estación, los cuales a su vez se manifiestan poéticamente, sin excepción, a lo largo del filme, existe una mágica similitud entre el mensaje de este documental y la forma en que el escritor Tolstoi pasa sus últimos días en la lejana estación de trenes de Astapovo, en su natal Rusia. El poderoso simbolismo de morir lejos de casa, más que marcar el simple final de un recorrido, nos impone nuevas interrogantes a la hora de pensar en el sentido de la propia existencia y cómo nos comportamos frente a lo único cierto que sabemos de nuestro futuro, la vejez.
¿Existe acaso una suerte de norma cultural tácita según la cual las personas nos relacionamos de una u otra forma con lo inevitable? La verdad nos asusta y si queremos traducir verdad en imagen, inmediatamente ésta se constituye como una analogía de los acontecimientos.
A ratos era fácil recordar una película del director coreano Kim Ki duk, debido a la perfecta comunión entre paisajes dramáticamente hermosos y aquella eternidad contemplativa. Los autores nos brindan un trabajo realizado con profunda introspección y espiritualidad, una eterna metáfora de nosotros mismos que se despliega en un desgarrador pacto de veracidad.