Al consultar frenética o distraídamente agendas y calendarios para fijar nuestros compromisos, al darnos cuenta de aquellos ya tomados o al ver en qué día cae un cumpleaños o un aniversario, sucede que leemos, cuando lo mencionan, el nombre de un santo presente en el calendario. A veces son nombres que leemos por primera vez, algo extraños; otros, en cambio, son conocidos y continuamente invocados.
La santidad nos hace leer y vivir la realidad, la historia, en colores, mientras nuestra prisa y nuestra escasa interioridad nos llevan a vivir en un mundo más gris, sin colores, sin vida, sin santidad.
El Papa Juan Pablo II señaló a toda la Iglesia la larga fila de los santos y de los testigos de la fe, muchos de los cuales fueron beatificados o canonizados durante su pontificado, para ofrecernos motivos de esperanza y de confianza a los cristianos del tercer milenio. Los santos son la expresión de la perenne novedad del Evangelio de Cristo, de la primavera del Espíritu y de la misericordia del Padre que no conoce estaciones. Ellos, con su vida, con sus acciones y con su testimonio, marcan la historia y la cultura de la comunidad humana, la orientan y la impulsan hacia metas cada vez más altas y más dignas frente a la vocación humana. Indican, a su vez, el punto de llegada de la peregrinación humana: el corazón de Dios, lleno de ternura y de amor por cada criatura.
La historia de los santos no solo nos introducen en la gran historia de la santidad cristiana, sino que se convierten en motivo de reflexión y de compromiso cotidiano. Nuestras jornadas, a menudo marcadas solo por una fecha, quizá por esto son tan grises, monótonas, insignificantes y pesadas, pueden en cambio, resultar iluminadas por este escuadrón de hombres y mujeres, niños, jóvenes y ancianos, que han coloreado su existencia con el arco iris del amor, con tantas tonalidades y pinceladas distintas, con tantos matices originales y fantásticos. Junio es el mes en que celebramos a los santos más conocidos entre nosotros; que ellos nos ayuden a colorear, a hacer más bella, más significativa y más santa nuestra jornada, nuestro trabajo cotidiano, nuestro compromiso, nuestra vida de fe. Cada uno de ellos tiene algo nuevo, curioso, interesante y extraordinario para revelarnos. Nos corresponde escuchar más aún, observar atentamente para escrutar las maravillas que el Señor realiza en cada momento y en cada lugar cuando el hombre sabe abrir su corazón.
Ignacio Ducasse
Obispo de Valdivia