Hijos sin padre
que, en fin, se examina como un fenómeno histórico cultural inscrito, a la vez, en los resortes más profundos de la condición humana. Es probable que las diversas formas de agresión que hoy dan lugar a lo que, con ánimo polémico, se ha llamado «victimismo» comparta esa doble característica: hay algo allí de cultural, pero también inscrito en la forma en que el ser humano concibe su propia integridad.
¿A qué se deberá ese fenómeno que, junto a los anteriores que hemos descrito, también es posible constatar en Chile? ¿Qué factores culturales podrían haberlo configurado?
Es probable que ese tipo de conducta hipersensible esté asociada a los fenómenos -que ya examinamos- de la anomia o la contradicción cultural entre un mundo que cada vez exige mayor desempeño y que, a la vez, invita a diseñar la propia vida. Es posible pensar que cuando los individuos carecen de una orientación normativa compartida (porque las agencias de socialización se debilitan) broten criterios particularistas de lo que es bueno o no lo es, expandiendo lo que se considera dañino o inaceptable a aspectos que apenas ayer se consideraron como los inevitables roces que impone la vida social. Cuando los individuos se quedan a solas y sin el apoyo de agencias externas que los ayuden a configurar la experiencia, su subjetividad se transforma en el criterio final de lo que es correcto o no. Como sea, uno de los rasgos más frecuentes que se observa hoy, especialmente en las nuevas generaciones, es la hiperestesia social, una especie de extrema sensibilidad en la interacción. Así, uno de los aspectos más notorios del debate público y de la forma en que concebimos las relaciones sociales es que hoy las personas son en extremo proclives a detectar agresiones en el lenguaje, en la gestualidad o incluso en las costumbres ajenas.
Es lo que la literatura denomina -con ánimo polémico, claro está- la cultura del victimismo.
Esta se acentuó en los últimos años y se manifestó fuertemente en octubre de 2019 y en la Convención Constitucional que siguió. Así, los pueblos originarios son presentados como una víctima colectiva (y nunca como un agente de agresiones); una cierta versión reduccionista del feminismo presenta a las mujeres como pacientes de un daño (que no requiere ser probado caso a caso porque es el género el que permite inferir el maltrato, según se sigue de la frase «amiga, yo te creo»); ciertas culturas alimentarias o el animalismo serían agredidos por quienes son omnívoros, etcétera. Este fenómeno está acompañado de un discurso político extremadamente moralizante y quienes lo profieren se ven a sí mismos como redentores. El resultado es que el pueblo es presentado como un puñado de víctimas dignas de ser redimidas.
Junto a esa cultura del victimismo, se arriesga la aparición de una cultura del antivictimismo. Se trata de una actitud frecuente en los sectores más conservadores o de derecha, en los que la denominación de víctima se transforma en un epíteto que disminuye a la persona. «Hacerse la víctima» o insinuar que la condición de víctima es una forma de ser remunerado u obtener ventajas es un ejemplo de esta virulenta reacción contra la hipersensibilidad que también se observa en la cultura contemporánea. Otro ejemplo de esta reacción (igualmente peligrosa para los ideales liberales que el victimismo) es el feminismo antivictimista:
Aunque las feministas antivíctimas no comparten ningún vínculo organizativo oficial, sus críticas son notablemente similares. Las mujeres [...] sostienen, ya no son oprimidas como grupo, y el progreso de las mujeres como individuos se ve ahora en gran medida obstaculizado por el movimiento feminista. Las feministas víctimas habrían «traicionado» a las mujeres exigiendo un colectivismo inflexible y alimentando actitudes inadaptadas que impiden a las mujeres disfrutar plenamente de los frutos del mercado. También se acusa a este «establishment feminista» omnipotente de fomentar el «moralismo histérico», la mojigatería sexual y los escudos legales para las mujeres. Según este punto de vista, si las mujeres son víctimas son víctimas del feminismo victimista (*).
¿Qué hay tras todo esto y en especial detrás de la hipersensibilidad y los fenómenos asociados a ella?
Para comprenderlos, y luego criticarlos sin incurrir en el antivictimismo que se acaba de mencionar, puede ser útil un breve rodeo sociológico.
En las sociedades más tradicionales el concepto básico era el honor. Este dependía de la posición social y debía ser defendido por quien lo poseía. Tener honor querría decir algo así como tener la disposición a defender un rasgo invisible que situaba al sujeto que lo poseía en un lugar apetecido de la escalera social. Una de las características centrales de la cultura del honor es su alta sensibilidad: este podía ser lesionado incluso con un mínimo gesto -una descortesía podría ser suficiente para herir, cualquier conducta inapropiada- como, por ejemplo, una broma, eso que la literatura llama hoy microagresiones. Ese tipo de cultura fue sustituida en la sociedad moderna por el concepto de dignidad. Este concepto está atado al de igualdad. Todos los individuos serían dignos en la medida que su existencia es única e irremplazable. Es lo que quiso decir Immanuel Kant en La fundamentación metafísica de las costumbres cuando afirmó que la cosas tenían precio (porque eran sustituibles) y las personas dignidad (porque cada uno es un ente original). Como la dignidad es un atributo igualitario e intrínseco, ella no se pierde por el gesto ajeno o la palabra derogatoria. En la cultura de la dignidad las microagresiones prácticamente no existen. Al revés de lo que ocurre en la cultura del honor, la dignidad se prueba en la capacidad del sujeto para hacer caso omiso de los gestos o las palabras hostiles. Ser digno es también ser indiferente a las pequeñas agresiones.
Hoy día, en cambio, la sociedad estaría transitando hacia otro tipo de cultura que se ha llamado la del victimismo.
Este tipo de cultura mezcla de alguna forma a las otras dos. Comparte con la cultura del honor la alta sensibilidad y, a la vez, comparte con la cultura de la dignidad la propensión a buscar a un tercero (la universidad, las audiencias, el Estado, la ley) que ayude a castigar al victimario. Hoy día una broma, un desliz lingüístico, una mirada, una exigencia académica que se juzga excesiva, pueden ser consideradas lesivas, del mismo modo que en la cultura del honor un mínimo gesto podía dar lugar a un desafío para restaurarlo. Y ello da lugar al involucramiento de terceros que se ponen habitualmente de parte de la víctima, puesto que en esta cultura lo que parece importar ante todo no es la verdad o la razonabilidad, sino la sensibilidad.
No importa lo que ocurrió (cuya averiguación supone reglas de igualdad entre las partes, tanto en el debate científico como en el jurídico): lo que importa es lo que siente aquella persona que reclama reparación. Este es el peligro que acarrea este tipo de cultura. Porque en los ideales del moderno estado de derecho lo que importa no es lo que la persona siente, sino lo que efectivamente ocurrió juzgado en base a reglas preexistentes. Y al recurrirse a estas reglas no se está desconociendo ex ante la agresión, sino que se está procurando, más bien, mantener la imparcialidad para ver si ella ocurrió o no.
Con todo, no acaba ahí el problema de la cultura de la víctima. Porque ocurre que la extrema sensibilidad que hoy día prevalece exige de los individuos un preciso instrumento conceptual o teórico para detectar las pequeñas agresiones que una persona que no comparte esa cultura (y esas personas sobran, desde los machistas, a los heterosexuales, o en ocasiones los adultos) no sería capaz de advertir.
Ese instrumento conceptual es provisto por alguna de las varias versiones de lo que, siguiendo una expresión de Georg Lukács, podría llamarse el asalto a la razón. Lo que aún se acostumbra a llamar razón siempre se entendió como la capacidad de discernir con algún grado de objetividad los hechos y decisiones. Tener la razón quería decir que, de acuerdo con los argumentos y las pruebas, el contenido de un enunciado debía tenerse por correcto con prescindencia de quien lo pronunciara. Hoy día, sin embargo, se ha expandido la idea de que la razón es el nombre de una facultad interpretativa que depende de muchos factores que van desde el género, la etnia o la cultura a la clase. La razón, para este punto de vista, no es un árbitro imparcial -si bien falible- sino un disfraz de intereses múltiples. Ocultándose tras la vestimenta de la razón habría otras cosas: intereses de clase o de género, o etnocentrismo que, por no atreverse a rebelarse como tal, se disfraza de una racionalidad aparentemente incontestable.
peña es columnista en el mercurio y académico de la facultad de derecho en la U.de chile.
(*) Cita del artículo "Victims No More", de Alyson M. Cole.
Carlos Peña Taurus
180 páginas
$14 mil
viene de la página anterior
"Hoy día, en cambio, la sociedad estaría transitando hacia otro tipo de cultura que se ha llamado la del victimismo".
cedida